miércoles, 9 de abril de 2008

CHULE O LA VIDA CONTEMPORÁNEA DE MOLLENDO


Por: Efraín Rolando Astete Choque.

Los primeros años de mi infancia los trascurrí en el mercadillo San Martín de Porras, en donde mis padres tenían un kiosco de verduras. Esos tiempos fueron maravillosos porque a los alrededores de este lugar llegaban circos y atracciones mecánicas para beneplácito de nosotros los pequeños. Llegaban enormes circos que tenían orquestas de lujo y diversas fieras amaestradas. Yo solía vera diario a estos silvestres visitantes. Entre estos titanes de la selva había enormes elefantes que todo el día se la pasaban comiendo pasto, alfalfa y bebiendo agua de un enorme cilindro. En jaulas de gruesos barrotes estaban leones, tigres y panteras negras. Los monos, loros y otros benignos animales estaban libres. Estos circos eran una especie de zoológico ambulante en donde se nos permitía estar frente a frente con los protagonistas de África y la India.

Los juegos mecánicos ocupaban toda la parte posterior del mercadillo. Allí en par de días estructuraban las enormes distracciones de metal. Llegada la noche inauguraban las atracciones y niños, jóvenes, adultos y ancianos se confundían en un mar de gente buscando un momento de intensa alegría. Innumerables juegos distraían la atención de la gente en su conjunto. En un lado estaba el Tren Fantasma, donde según decían los que entraban allí se aparecían calaveras, muertos y otros espectros en el recorrido de los vagones. De afuera se escuchaban gritos de espanto. El Palacio de la Risa, era un enorme disco de madera en donde los protagonistas nos sentábamos y éste empezaba a rotar conforme transcurría el tiempo, evolucionando en velocidad y lanzándonos hacia las paredes del recinto. Una vez mi madre me hizo subir a un pulpo que al moverse volteaba las casetas que se encontraban en las puntas de sus tentáculos; el vértigo que sentí fue terrible, terminé embriagado y con deseos de no volver a subir a ninguno de estos aparatos de metal. A un costado de este formidable parque se hallaba la formidable Rueda de Chicago, esta enorme construcción giraba con sus pasajeros y se detenía en cualquier momento; los que se encontraban en lo alto, por lo general una dama acompañada de un amigo, lanzaban gritos de miedo y espanto. Cerca de esta colosal estructura se hallaba la Rueda de Chicago en miniatura, para niños, es allí donde yo subía una y otra vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces. Esta ruedita era mi lugar preferido por la lentitud de sus movimientos y por el vaivén de sus vagones que me daban paz y tranquilidad antes que vértigo y horror. A las Sillas Voladoras subían bastantes muchachos; a los Caballitos, los niños. En estos lugares había tiendas para tumbar latas y otras distracciones. Vendían pocor y manzanas acarameladas que la gente compraba como complemento a su distracción nocturna.

Alrededor del mercadillo llegaban todo tipo de empresas y grupos de personas. En temporadas aparecían en el lugar tiendas con gitanos y gitanas. Éstos parecían árabes errantes perdidos en el Perú. Lucían poco aseados y con indumentaria de Alí Babá. Las mujeres se dedicaban a descubrir el futuro de los transeúntes que por curiosidad se acercaban a ellas y además porque algunas eran bellísimas. Estos personajes estaban un tiempo, no pasaban del mes y se marchaban en busca de otros rumbos. Estos vagabundos contemporáneos eran todo lo contrario de los ciudadanos estables y cómodos que somos los hombres actuales.

Como todo niño, yo era un pequeño travieso y juguetón. Mis padres andaban atareados con la venta de verduras y los diversos productos que la gente buscaba porque había escasez de éstos. Frente al kiosco de mis padres gran cantidad de personas realizaban colas para comprar papas, aceite y otras especies de pan llevar que mi padre traía de Arequipa, Aplao y otros lugares en tanques de transporte de gasolina. A la hora de la venta, con tanta gente no se percataban de mí ni de mi hermana, sólo estaban al tanto de los más pequeños, Dante y Jenny. Enrumbaba hacia horizontes desconocidos, visitaba los barrios aledaños en donde hacía amigos. Así conocí el barrio de La Variante, ubicado en una hondonada cerca al barrio La Florida. Los muchachos de allí estaban hechizados por las canciones nuevaoleras de ese momento que elevaba su temperamento hacia el sexo opuesto. A la chica más simpática del barrio le tarareaban temas musicales de Palito Ortega, Sandro, Leo Dan o de Antonio Laguna. Un día me enseñaron una canción y me subieron a un peñasco frente a la casa de una chica hermosísima. Ella al escuchar lo que cantaba salió por su ventana y sonrió, los palomillas a lo lejos reían de felicidad y me felicitaban diciéndome ¡buena Pepino! ¡Bravo Pepino!

En La Variante conocí e hice amistad con varios chicos que siempre me recibían bien. Me gustaba este lugar porque había bastante vegetación, la gente de esta zona tenía hermosos huertos en donde crecían robustos platanales, manzanos, olivares y otras especies de agradable fruto. Allí hice amistad con varios chiquillos. Yo era pequeño y andaba enamorado de las chicas bonitas y uno de mis amigos, mayor que yo, tenía dos hermanas iadísimas. Es por ello que rondaba su casa y él, inocente, y sin saber mis intenciones me permitía ingresar a su hogar. Allí me distraía en su huerto en espera de verlas y sentir esa sensación que nos dan las criaturas que despiertan nuestra alma sublime y poética. ( Continuará…)

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